Analicemos la propuesta. Piensa en alguna situación que te cause enojo. De preferencia piensa en algo actual. En seguida, observa tu respiración, su rítmica, su velocidad, su sensación general. Ahora piensa en alguien o algo que te provoque amor, observa el cambio en la expresión de tu respiración.
Es un hecho que la respiración y las emociones están íntimamente ligadas. Casi se podría descifrar el estado de ánimo de una persona tan solo “sintiendo” su respiración.
¿Y de dónde nacen las emociones? En gran medida se producen a partir de los apegos que tenemos a creencias de cómo deberían de ser las cosas o de cómo nos gustaría que fueran. Más las cosas son los que son, y es cuándo no se alinean a nuestras expectativas, o bien, las idealizamos fuera de proporción, que sentimos miedo, enojo, frustración o incluso placer o euforia.
Pero mientras experimentamos nuestras emociones, la respiración sigue su curso, sosteniéndonos. Aunque puede alterarse, siempre, pero siempre concluye sus ciclos y los vuelve a comenzar, como pequeños renacimientos. No importa qué, siempre está ahí la promesa de vida… hasta que ya no esté.
Si nos confiamos en dicha promesa, poco a poco la respiración retorna a su expresión natural, libre de factores externos que la alteren. A su vez, los músculos y órganos se relajan, favoreciendo su movimiento pleno.
En cambio, la desconfianza de dicha promesa equivale al apego más primitivo que podamos experimentar: el miedo a la muerte. La reacción inmediata a ello es el corte en la fluidez de la respiración y la tensión de músculos y órganos, que a su vez obstruyen su movimiento libre.
Desde luego, es imposible llevar una vida exenta de emociones, de ser así, seríamos meramente vegetales. Pero sí es posible entender las emociones, y por ende los apegos desde una correcta perspectiva. Para ello, la respiración es un vehículo extraordinario. Es en ese entendimiento dónde la vida misma puede cobrar trascendencia.