Yo, al igual que muchos, llegué al yoga por el gusto de mover el cuerpo. Recuerdo cuando comencé a practicar yoga: esos seis meses iniciales cuando uno anda como con novio nuevo. Me encantaba la idea de moverme y respirar, me emocionaban los nombres en sánscrito de las posturas, salía de las clases en un estado de euforia que nunca antes había experimentado. Lo asombroso era que se repetía con cada práctica, de hecho se intensificaba día con día. En unos cuantos meses mi vida había cambiado, me sentía realmente afortunada de haber encontrado el yoga. Sin embargo, pronto terminó la luna de miel: fui a una clase con una meditación un poco más larga y me topé por primera vez con una práctica que no me causaba tanto placer como las asanas. El sentarme en silencio me parecía, debo decirlo, una pérdida de tiempo. En mi esquema mental, sentarse a no hacer nada no tenía ningún valor. Simplemente no lo entendía.
Desde entonces han pasado más de 20 años. Hoy en día me gusta eso de sentarme a no hacer nada, lo hago como parte de mi práctica, pero debo confesar que aquella vocecita que antes se desesperaba, sigue ahí, algo escondida pero todavía me hace saber cuánto le molesta que la fuerce a estar ahí nomás, en una actividad aparentemente inútil.
Hace un par de semanas fui a un retiro con mi maestra Orit Sen-Gupta y habló sobre la meditación en unos términos nuevos para mí: explicó que en realidad lo que hacemos cuando nos disponemos a meditar es simplemente sentarnos en silencio por un tiempo determinado sin movernos. No podemos controlar lo que pasa en ese lapso: si llegamos a un estado de quietud profunda o si permanecemos muy inquietos durante todo el tiempo no depende de nuestras intenciones. Puede ser que nuestro objetivo sea sentarnos y concentrarnos, pero la mente no siempre obedece. De ahí a que lo único que podamos controlar sea el aspecto corporal de la meditación: sentarnos en un lugar en silencio y permanecer ahí sin movernos por un tiempo determinado. Pensado de este modo, la práctica de sentarse a meditar se parece mucho a la práctica de asanas, sólo que el asana en cuestión se mantiene por un tiempo más largo.
En el momento en que entendí que mi “meditación” era en realidad 20, 30 o 60 minutos de una postura, de un asana, me sentí más segura, en terreno conocido. ¿Qué es lo que hacemos cuando practicamos asanas? Pues observamos cómo está colocado nuestro cuerpo, cómo nos arraigamos a la tierra, cómo respiramos. Nos concentramos en conectar al cuerpo, en expandirlo, en relajar áreas de tensión, en afinar nuestro intento. Si eso mismo hacemos durante la práctica de meditación, entonces estamos manteniendo la mente atada al cuerpo, afianzada al tiempo presente. O sea, en vez de andar pensando en lo que pasó ayer o lo que quiero o temo que ocurra mañana, estoy concentrada en cómo mis isquiones están descansando sobre mi manta en este preciso momento.
Patanjali nos da las claves: primero hay que traer los sentidos hacia adentro –pratyahara-, después hay que enfocar la mente en algún punto –dharana-, y finalmente hay que quedarse en ese punto de concentración hasta que se de una verdadera comunicación entre el objeto de nuestra concentración y nosotros –dhyana-.
En el sutra 1.34 Patanjali sugiere que enfoquemos la mente observando las pausas al final de la inhalación y de la exhalación, y en el 1:35 que observemos cómo se materializan las sensaciones corporales. Los Yoga Sutras son la compilación del Raja Yoga o el yoga de la mente, pero incluso ahí podemos constatar un reconocimiento del valor del cuerpo como medio para enfocar a la mente. Más adelante, la gran aportación del hatha yoga fue la de haber reconocido el potencial espiritual del cuerpo en todas sus posibilidades. Para el hatha yogui, no hay una mente liberada si el cuerpo está olvidado. El cuerpo debe también ser pasado por el fuego del tapaso esfuerzo para poder liberarnos del sufrimiento inherente a la existencia humana –dukha-.
Entonces al sugerir que consideremos la práctica de meditación como si fuera un asana más, Orit me dio la pauta para finamente unificar el raja y el hatha yoga en mi práctica. Yo ya sabia que una práctica verdadera de asanas puede vivirse como una meditación en movimiento, pero no me había percatado de que la práctica de meditación podía ser experimentada como un asana sostenida por mucho tiempo.
Asi, al establecer un contacto profundo con mi existencia material en este cuerpo es como logro atar los filamentos de mi mente, como logro aquietar esas olas o vrittisincansables. El secreto está en sentir esos isquiones posándose sobre la textura suave de la manta de lana sobre la que estoy sentada; en sentir la respiración que viaja a todas mis células y mantiene a mi cuerpo vivo. Al enfocarme en esas “sensaciones corporales que se materializan” es que soy capaz de salirme de los espirales de la mente que vaga en el pasado y en el futuro y me puedo conectar con lo que pasa en el aquí y en el ahora. Siempre pensé que para aquietar la mente se necesitaba algo más abstracto, un acto de fé, tal vez la gracia divina. Qué reconfortante reconocer que puede ser más sencillo que todo eso. Lleva tu mirada interior a las pausas entre tu inhalación y tu exhalación -como dijo Patanjali hace 2000 años-, y fíjate qué le pasa en tu mente.
Por Diana Eichner