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Yoga sin límites

-¿Yoga para la tercera edad? ¡Qué flojera!- Mi mente egoica vociferó. Lo confieso, me parecía aburridísimo darle clase a adultos mayores, francamente, qué reto me ponía la vida. Sin embargo, lo sabía hacer porque durante mi formación de maestra en Yoga Espacio, agradecí la parte que correspondía al Yoga Restaurativo porque me sentía sumamente relajada y feliz, una forma de automasaje, autosanación, autoenergetización, o como diría la maestra Elia, todo un efecto Prozac.

Practicando la rendición, empecé a darles clase, la mayoría de mis alumnos nunca había practicado Yoga, estaban a sus 60, 70 y, hasta 75 años empezando. Cuerpos anquilosados, abandonados por completo de sí mismos, cuerpos que han iniciado su proceso de envejecimiento de manera notable. Otro ritmo, otra velocidad, sí, definitivamente la silla, los bolsters, y todos los props habidos y por haber. Ciertamente las posibilidades del cuerpo se limitan, pero ¿y las de la mente? Su mente, es una joya preciosa, abierta, receptiva, en calma, mente lista para estar en silencio y meditar. Se ve, que están más cerca de la conciencia universal, se siente que están más receptivos al cuerpo sutil de su sistema nervioso y de sus emociones.

Ellos me aquietan, me desaceleran y encuentro que el saludo al sol con silla, es una delicia, donde en el perro mirando hacia abajo estiran toda su columna, recuperando de nuevo espacio entre sus vértebras. Me han enseñado a detenerme en mi enseñanza, a ponerle pausa a mi enseñanza, a ser creativa para diseñar variantes y ajustes cuando el cuerpo ya no da. Durante las prácticas me fueron conquistando, con su disciplina, su puntualidad, sus ganas de aprender algo nuevo, con esa voluntad que los lleva a rebasar sus límites y a trascenderlos, haciendo posturas como la vela que jamás pensé que pudieran hacer. Cualquier logro es una celebración para ellos. Son personas agradecidas. Se ríen de sí mismas, cuando su abultado abdomen no les deja hacer torsiones profundas, o se caen, en el más simple de los equilibrios. Tienen tantas ganas de inhalar, de absorber la vida, de apegarse a su parte solar, activa, ahora es tiempo de enseñarles a prolongar la exhalación, a soltar, a dejar ir, a irse desapegando a esta vida para renacer en la otra.

Obedientes, ávidos de aprender, callados, tiernos… Ellos le han dado, otra dimensión al Yoga. Me di cuenta que el ser humano tiene un instinto enorme de supervivencia y que la disciplina hace milagros, mejorando la calidad de vida de prácticamente cualquier ser humano, alcanzando cosas que parecían inalcanzables. Ello han hecho que mejore mi práctica y me he vuelto una maestra mucho más exigente con mis alumnos jóvenes y sanos demandando más fuerza y flexibilidad, porque estamos “sanos” y, a veces se nos olvida y nos limitamos a vivir, olvidándonos de trascender nuestras propias limitantes, porque tenemos la capacidad de escuchar perfectamente y, a veces, actuamos como sordos. Inevitablemente, esto me hace recordar a mi abuela Ana María, con quien mi oído se fue afinando de vejez, donde aprendí el significado de las palabras tolerancia y paciencia, y encontraba los primeros visos de la palabra sabiduría. Con sus viejas amigas, aquellas mujeres que en las tardes, aparentemente ociosas, tomaban té de hierbabuena o manzanilla, y las más atrevidas una copita de jerez o rompope para brindar por el encuentro. Ahora mi madre es mi alumna, así como se oye, soy maestra de mi mamá. Es la más indisciplinada en clase, la que más se ríe de sí misma cuando una postura no le sale, de una manera lúdica tengo que llamarle la atención invirtiendo los papeles de la vida. Ella reconoce el cambio y los efectos positivos, presume como el yoga le quitó un permanente dolor del nervio ciático y cómo está más ágil y flexible que sus amigas.

Las mujeres y hombres jubilados han vuelto a casa, o simplemente sus parejas han partido, los hijos se han ido, los nietos llegan, y el Yoga se vuelve una oportunidad para conectar con esa parte íntima de sí mismos, y reconocer que no hay nadie más a quien controlar, a quien exigir, a quien apapachar que a ellos mismos. En mis alumnos mayores reconozco esa sabiduría ancestral.

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